Bruto era el hijo de Servilia, la amante de César, que había sido rechazada por éste tras su regreso
a Roma. César siempre le trató como a su propio hijo, otorgándole cargos y riquezas. Le favoreció al
máximo y le perdonó todas sus traiciones, pues Bruto se había decantado del lado de Pompeyo en la
guerra civil. Bruto era además sobrino de Catón y nieto del infame Servilio Cepión, el general romano
que se apropió del famoso Tesoro de Tolosa capturado en las Galias, que doblaba al estatal romano,
y que envió a la capital para después robarlo en el camino, asesinando a la cohorte que lo custodiaba. Era
por tanto un hombre inmensamente rico y bien situado pero fue seducido por los conjurados y por su
madre, que apelaron además a su apellido y a sus antepasados. El primero de los Bruto, Lucio Junio
Bruto, dirigió la expulsión del último rey de Roma, Tarquinio el Soberbio, en 509 a.C. y fundó la
República. ¿Quién mejor que él para asesinar al tirano y restaurar la República?
El nombre de Bruto atrajo varias adhesiones valiosas como la de Décimo Junio Bruto Albino, un familiar
del dictador en quien éste tenía entera confianza. No fueron dos ni tres los involucrados. De acuerdo
con Eutropio y Suetonio, al menos sesenta senadores participaron en el magnicidio.
Se decidió atentar contra César en el pleno del Senado. De este modo se esperaba que su muerte no
pareciera una emboscada, sino un acto público para la salvación de la patria, esperando además
que el resto de senadores declarasen inmediatamente su solidaridad.
El Senado estaba convocado en los idus de marzo (15 de marzo del año 44 a.C.), sesión en la que debía
tratarse la expedición contra los partos. César iba a concurrir al Senado a pesar de los ruegos de su
esposa Calpurnia para que no lo hiciera. Durante la noche, había tenido un sueño premonitorio en el
que éste era asesinado. Además de la advertencia de su esposa, días antes, César se había cruzado en el
foro con un famoso adivino ciego, de nombre Espurino, que le dijo: -"¡César, guárdate de los idus de marzo!".
Aun así, el dictador se encaminó hacia la Curia del teatro de Pompeyo, el lugar donde se reunía el
Senado desde el incendio de la Curia Hostilia. Al llegar a la plaza de la Curia se encontró de nuevo con
el adivino Espurino y en tono jocoso le dijo: -"¡Ya están aquí los Idus de Marzo!".
-"Sí, César, pero todavía no han pasado". -contestó el augur con gesto compasivo.
Las palabras de aviso del adivino y de su mujer no fueron las únicas que escuchó César. Vaticinios
aparte, hubo una advertencia seria que desgraciadamente no atendió el dictador. Un griego llamado
Artemidoro oyó conversaciones entre los conjurados y fue a avisar a César la mañana de los idus, pero
no era fácil el acceso al amo de Roma. A la puerta de su casa había una multitud de peticionarios
esperando que saliese para entregarle sus demandas. Artemidoro puso por escrito lo que sabía de la
conspiración incluyendo los nombres de los conjurados y logró entregarle el rollo de pergamino antes de
que entrara a la Curia, rogándole que lo leyera, pero éste no se detuvo y entró sin leerlo.
En ese momento, el senador Trebonio, uno de los conjurados, se llevó fuera a Marco Antonio con el
pretexto de contarle algo importante. Así quitaban de en medio a su lugarteniente más fiel y a un
magnífico soldado, el único que hubiera podido defenderle.
El senador Cimbro se acercó a César con la excusa de implorarle el perdón para su hermano desterrado,
arrojándose de rodillas a sus pies. Los demás conjurados se acercaron para apoyar la petición,
rodeándole. Entonces Cimbro agarró la toga de César para inmovilizarle. César le espetó furiosamente:
-Ista quidem vis est?, (¿Qué violencia es ésta?)- En ese momento, el senador Casca, que estaba situado
a su espalda, sacó un puñal de su toga y le asestó la primera puñalada. César se giró y le clavó en el brazo
el stylus (instrumento de escritura) que tenía en la mano. El resto de asesinos se abalanzaron entonces
sobre César apuñalándole de forma casi ritual, pues todos debían participar, según Plutarco. La mayoría de
las heridas no eran mortales, pues al fin y al cabo no eran asesinos profesionales y les fallaba la mano,
lo que hizo también que en el tumulto varios conjurados resultasen heridos por sus propios compañeros.
César aún tuvo fuerzas para empujarles y pronunciar unas palabras de incredulidad al ver a Bruto con
un puñal en la mano. Entonces, según Suetonio, al verse blanco de innumerables puñales que contra él
se blandían de todas partes, se cubrió el rostro con la toga e hizo descender sus pliegues hasta cubrirse
las piernas para morir con más dignidad.
No hay acuerdo sobre cuáles fueron sus últimas palabras. Plutarco nos cuenta que no dijo nada,
mientras que Suetonio afirma que César dijo en griego: -Kai sy, teknon? (¿tú también, hijo mío?),
que posteriormente se latinizó en la famosa frase: Tu quoque, Brute, filii mei! (¡Tú también, Bruto, hijo mío!).
El gran Julio César, a los 56 años, cayó muerto a los pies de la estatua de Pompeyo que presidía la
Curia, su antiguo amigo y luego rival, que desde su pedestal ensangrentado parecía presenciar la
venganza sobre su enemigo.
César recibió 23 puñaladas de las que, si creemos a Suetonio, solamente una, la segunda recibida en el
tórax, fue la mortal. Entretanto, los senadores no envueltos en la trama huían aterrorizados, hecho que
no entraba en el plan de los conjurados, que pretendían ser aclamados en el acto como salvadores de la
República.
Pronto se vio que la población amaba a César. En su funeral, después de que Antonio pronunciara su
panegírico (elogio fúnebre), la muchedumbre que se acumulaba en el foro prendió fuego a la pira de
César arrojando a las llamas todo lo que encontraba a su paso, y así estuvo ardiendo durante días.
El 17 de marzo el Senado se reunió de forma urgente para tratar la crítica situación del estado a raíz del
magnicidio. El poder recayó sobre el cónsul Marco Antonio, se redistribuyó el gobierno de las provincias
y se declaró una amnistía por la cual los asesinos no eran castigados y, a su vez, no se condenaba ni la
persona ni la obra de César.
Sin embargo, su testamento cambiaría las cosas. César nombraba en él a su sobrino nieto Octaviano
como sucesor suyo. Cuando el testamento se hizo público, Marco Antonio declaró abolida la dictadura,
no reconociendo a Octaviano como heredero político de César. Éste regresó a Roma para hacer valer
sus derechos y recibió el apoyo de Marco Tulio Cicerón y los demás senadores republicanos, que vieron
en él la oportunidad de acabar con Marco Antonio. Todo ello desembocó en el 43 a.C. en un
enfrentamiento armado en Módena, en el que Marco Antonio fue derrotado. Octaviano se hizo con el control
de varias legiones y forzó al Senado a nombrarle cónsul. Desde su nueva posición de fuerza, estuvo en
condiciones de separarse de la tutela de los republicanos e iniciar una trayectoria propia en el grupo
de los cesarianos. Hizo promulgar una ley contra los asesinos de César revocando con ello la amnistía
del 17 de marzo del año anterior. Rehabilitó políticamente a importantes cesarianos, entre los que
se encontraban Marco Emilio Lépido y el propio Marco Antonio, y negociaría con ambos creándose el
Segundo Triunvirato (Bolonia, 11 de noviembre del 43 a.C.). La guerra de Módena urdida por Cicerón
terminó dando resultados contrarios a los deseados.
Para entonces, los líderes de la conspiración se hallaban dispersos por el Imperio: Bruto en Macedonia,
Casio en Siria y Décimo Bruto en la Galia Cisalpina.
Comenzó la persecución de los republicanos, en la que se confiscaron propiedades y se ejecutó a unos
300 senadores, entre ellos Marco Tulio Cicerón, y al menos dos mil équites (ciudadanos romanos pertenecientes a una
clase intermedia entre los patricios y los plebeyos, y que servían en el Ejército a caballo). La campaña,
más que perseguir a los asesinos de César, trató de eliminar a todos los adversarios políticos y conseguir
fondos para pagar a las legiones que habrían de luchar en breve. La muerte de César, lejos de
restablecer la antigua legalidad republicana, avivó de nuevo la guerra civil en Roma.
En el 42 a.C., Octaviano y Marco Antonio marcharon hacia Macedonia contra Bruto y Casio,
permaneciendo el Roma el triunviro Lépido. La Batalla de Filipos se desarrolló en dos fases. El 3 de
octubre Bruto logró vencer a Octaviano, pero Casio fue derrotado por Marco Antonio y se
suicidó sin saber de la victoria de su aliado. El 23 de octubre Bruto fue derrotado y a punto de ser
capturado también se suicidó arrojándose sobre su espada. Marco Antonio honró su cadáver mientras
que Octaviano le hizo cortar la cabeza y la envió a Roma para arrojarla a los pies de la estatua de César.
Ese mismo año, el Senado proclamó dios a César, construyéndose en el lugar de su cremación un templo
en su honor y memoria: el templo de Divus Iulius. A partir de entonces esto se convertiría en costumbre
y muchos emperadores fueron deificados a su muerte.
La conspiración y el magnicidio se revelaron a la postre inútiles, pues dieron paso al establecimiento definitivo
de un sistema autocrático en la persona de Octaviano, ahora Augusto.
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